21 junio 2013

Se me había olvidado...

Que la vida no tiene sentido, y que todos morimos, y que adelantar la muerte cuarenta años es librarse de cuarenta años de trabajo y de vacío.

Se me había olvidado que a mí nadie me anima porque cuando alguien lo intenta, me siento en la obligación de estar bien y luego me siento más perdida y más enterrada.

Se me había olvidado que mi estado natural es la sensación de que vivo por inercia, de que la única razón para no cortarme las venas es que no soporto la idea de mi madre llorando mi muerte. Mi bisabuela no había superado la muerte de mi abuela veinte años después. Lloró por ella la última vez que la vi, en un pisito en Hospitalet. No quiero que mi madre llegue a los cien años llorando.

Con tanta crisis y tan "afortunada" por tener trabajo, por no tener una deuda enorme (aunque sí la tengo, pero no es enorme), se me había olvidado que yo era infeliz, en el sentido de ausencia de felicidad.

Se me había olvidado que yo no soy la imagen que proyecto. Eso es sólo mi defensa.

Se me había olvidado que yo no quería vivir, porque de todas formas, vamos a morir.Cuando no puedes dormir, cuando no puedes emborracharte, cuando no puedes tener orgasmos, y te das cuenta que esos son los únicos placeres que en realidad tenías, caes en la cuenta que no dejas de ser un hámster que atesora comida debajo de la cama y poco más. Y que tu muerte supondría tan poco, que no importa que sea en cuarenta años u hoy.

Se me había olvidado que yo tengo cierto desfase entre lo que me pasa y mi sufrimiento. Tardo en sufrir. Y mi despido tenía que pasar factura. Sufrir en el momento sólo significa que en realidad no importa tanto.

Se me había olvidado que yo no creo en nada. Y que sólo finjo que tengo fe de vez en cuando.

Se me había olvidado que el cristianismo no es más que una metáfora del mundo ideal. O el mundo ideal una metáfora de la religión predominante. Por eso es diferente lo que se espera de una relación en un país protestante que en uno católico (o uno musulmán). Por eso todos son artificiales y no paradigmas universales.

Se me había olvidado que de las tres virtudes teologales, me quedaban dos por perder. No se me había ocurrido que podía perder la esperanza.